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Mariposa de Yusra Mardini – Apuntes

Posted by Raul Barral Tamayo en martes, 8 de diciembre, 2020


Título original: Butterfly.
© 2018, Yusra Mardini
© 2019, Elena Macian Masip, por la traducción
Editorial: Penguin Random House.

Una extraordinaria joven narra su increíble e inspiradora historia.

En verano de 2015, Yusra, de diecisiete años, y su hermana mayor Sara huyeron de su casa en Siria arrasada por las bombas. Desde Damasco emprendieron un peligroso viaje hacia la costa de Turquía, donde consiguieron subir a un pequeño bote con otras veinte personas dispuestas a todo para llegar a Europa.

Llevaban treinta minutos de travesía cuando el motor se detuvo y estuvieron a punto de volcar. En ese momento, Yusra, Sara y otras dos personas se tiraron al mar para aligerar la carga. Yusra y Sara eran las únicas que sabían nadar y durante más de tres horas fueron las que guiaron la barca hasta las costas de Lesbos, salvando la vida del resto de los pasajeros. En aquel momento nadie podía imaginar que un año después, Yusra Mardini competiría como nadadora en los Juegos Olímpicos de Río.

Yusra Mardini (Damasco, 1998) es una nadadora olímpica y refugiada siria que en 2015 huyó de su ciudad natal devastada por la guerra. En 2016 nadó con el Equipo Olímpico para Refugiados y posteriormente fue nombrada embajadora de Buena Voluntad del ACNUR. Hasta la fecha, es la persona más joven que ostenta este cargo. Además, es una de las veinticinco mujeres que están ayudando a cambiar el mundo, según la revista People, y una de las treinta adolescentes más influyentes de 2016, según la revista Time. La Malala Foundation la ha incluido en su lista de deportistas que están cambiando las reglas del juego y es una de las protagonistas de Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes. Su historia ha inspirado a Stephen Daldry, director de Billy Elliot, El lector o Las horas, y su película se estrenará en 2019. Actualmente Yusra vive en Berlín y está entrenando para los Juegos Olímpicos de 2020.

Algunas de las cosillas que aprendí leyendo este libro que no tienen porque ser ni ciertas ni falsas ni todo lo contrario:

  • El mar no es como una piscina. No tiene paredes a los lados, ni tampoco fondo. Esta agua es infinita, salvaje e incognoscible.
  • ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cuándo empezaron nuestras vidas a valer tan poco? ¿Por qué decidimos arriegarlo todo, pagar una fortuna para subir en una embarcación abarrotada y jugárnoslo todo en el mar? ¿Era esta de verdad la única salida? ¿La única forma de escapar de las bombas que caían sobre nuestro hogar?
  • Aprendo a nadar antes que a caminar. Mi padre, Ezat, que es entrenador de natación, se limita a meterme en el agua.
  • Ninguna de las dos elige nadar; no recordamos cuándo empezamos. Simplemente nadamos; siempre lo hemos hecho.
  • Vivimos en Al Saida Zainab, una localidad al sur de Damasco, la capital de Siria.
  • Nadar es una pasión que comparte toda la familia, así que papá espera que también sea la nuestra.
  • Papá nadó en el equipo nacional sirio cuando era adolescente, pero tuvo que dejarlo cuando lo convocaron para hacer el servicio militar obligatorio.
  • Nuestros padres no son de los musulmanes más estrictos, pero me educan para que conozca las reglas. Nos enseñan a acatarlas y, lo más importante, que un buen musulmán ha de ser respetuoso. Debe mostrar respeto a tus mayores, a las mujeres, a aquellos que pertenecen a otras culturas y religiones. Debes respetar a tu madre y a tu padre.
  • Yo nunca elegí ser nadadora, pero desde ese momento me quedo prendada. La ambición me arde en las entrañas. Aprieto los puños. Ya no me importa cuánto me cueste. Pienso seguir a Phelps hasta la cima. Hasta los Juegos Olímpicos. Hasta el oro. O moriré en el intento.
  • Papá quiere que seamos las mejores nadadoras, las mejores del planeta, del mundo entero. Las mejores habidas y por haber. Hará cualquier cosa para que lleguemos a serlo. Sus expectativas son desmesuradas y espera que nosotras estemos a la altura.
  • Empiezo la escuela primaria unas semanas después de la milagrosa victoria de Phelps en Atenas.
  • Muchas deciden abandonar la natación en cuanto llegan a la pubertad. Algunas lo dejan porque no creen que vayan a hacer carrera deportivca, o cuando empiezan la universidad. Otras muchas lo dejan porque es la edad en la que las mujeres musulmanas deciden respetar el hiyab y llevar ropa discreta y un velo que les cubra el cabello.
  • En Siria no obligan a nadie a llevar hiyab y muchas mujeres musulmanas deciden no hacerlo, sobre todo en las ciudades. Como musulmana que observa las normas, cualquier de las dos opciones es totalmente aceptable, siempre que la ropa que llevas sea lo bastante decorosa.
  • Respetar el hiyab es complicado cuando para entrenar y competir necesitas un bañador.
  • Mucha gente no entiende que nademos. No comprenden el duro trabajo y la dedicación que implica, no ven más allá del traje de baño.
  • Algunos opinan que llevar bañador pasada una cierta edad es inadecuado para una muchacha.
  • Necesito entrenar, necesito convertirme en una nadadora profesional. Sin embargo, con todo lo que está sucediendo en Siria, con la violencia y las protestas, mi meta parece cada vez menos probable. El futuro se me antoja incierto.
  • Intento aislarme de lo que sucede y concentrarme en la natación, en el colegio, en la vida cotidiana. Pero seguir con nuestra vida normal empieza a ser imposible. En diciembre, asesinan a cuarenta personas con una bomba en un atentado suicida en Kafar Suseh, el distrito donde trabaja mamá. Las víctimas son gente normal y corriente que pasaba por allí, que vivían su vida. Estoy conmocionada. Es la primera vez que experimentamos una sensación general de peligro, de que podrían matarnos solo por estar en el lugar y el momento equivocados. Nuestros padres, como muchos otros, nos obligan a quedarnos en casa después de las siete de la tarde. Llegamos, cerramos las persianas y encendemos el televisor.
  • Nunca vuelvo a mi hogar. Es la última vez que entramos en un área controlada por la oposición. Más tarde oímos rumores de que nuestro edificio quedó totalmente destruido en la batalla, pero nunca lo sabremos con certeza. Lo perdemos todo. Toda una vida de recuerdos enterrada bajo los escombros. Lo único que me queda es la ropa que me llevé a la competición en Rusia.
  • Pese a las circunstancias, estoy contenta de estar en Damasco. Me siento orgullosa de mi ciudad, una de las capitales más antiguas del planeta. Ha sido famosa en el mundo árabe durante siglos como centro de cultura y comercio. La ciudad ha sido la joya de muchos imperios, desde los persas, los antiguos griegos y los romanos, al califato de los Omeya, los mongoles, los otomanos y los franceses.
  • Para mí, y para muchos otros, Damasco siempre será la ciudad del jazmín.
  • Nos enteramos de que han matado a cientos de personas, incluyendo a muchos de nuestros antiguos vecinos. Nunca volvemos a tener noticias de muchos de ellos.
  • Ahora a la gente parece importarle qué religión profesas. Hasta ahora, nunca había importado que yo fuese suní, o que otro niño fuerse alauí o cristiano. Sin embargo, desde que empezó la violencia parece ser cada vez más importante. Los niños lo aprenden de las generaciones anteriores, de sus padres y sus abuelos. Todo el mundo busca alguien a quien culpar por lo que está sucediendo.
  • Veo familias rotas porque un hermano está a favor del régimen y otro en contra.
  • Hordas de jóvenes desaparecen en uno u otro ejército para no volver jamás.
  • Nuestro país está descendiendo sin remedio hacia el horror.
  • Al principio, el miedo me devora por dentro, al no saber si seré yo la siguiente. Pero luego, sin ser siquiera consciente de ello, las muertes se convierten en algo normal.
  • El contrato de alquiler del apartamento termina a finales de noviembre. Papá intenta renovarlo, pero el propietario se niega. Hay otras personas esperando que están dispuestas a pagar mucho más que nosotros. Mucha gente se está mudando a Damasco, huyendo de los enfrentamientos de los barrios de las afueras, y se puede sacar mucho dinero de la crisis de la vivienda. Los agente inmobiliarios son unas sanguijuelas y piden unas comisiones absurdas, pero los propietarios son todavía peor.
  • Papá se decide por un sótano vacío, oscuro y húmedo en Baramkeh, un distrito al sur del centro de la ciudad.
  • Todos nosotros seguimos creyendo que la situación se calmará cualquier día de estos. La violencia acabará y podremos continuar con nuestras vidas.
  • Necesitamos el dinero. Papá nos envía parte de su sueldo desde Jordania, pero no es suficiente para compensar el alza de los precios por la inflación. La guerra está debilitando la libra siria y todo es mucho más caro. A medida que pasan las semanas, con el salario de mamá se puede comprar cada vez menos.
  • Shaded sólo tiene cinco años y ya reconoce el sonido de los disparos de mortero, sabe distinguirlos de un ataque aéreo o de un tanque de batalla. Escuchamos el estruendo de las explosiones: algunas se oyen a lo lejos, pero otras suenan muy cerca.
  • Quizá el año que viene no podremos permitirnos este piso, ni tampoco volver a mudarnos, o quizá ni siquiera comprar comida. Debemos tener cuidado. Ya no vamos de compras por diversión.
  • Mamá saca el tema del hiyab de vez en cuando. Me pregunta con dulzura si he pensado en ponerme el velo, pero yo me encojo de hombros. Para nosotros, no es un requisito para ser buena musulmana. A veces pienso que un día, quizá cuando me case, me pondré el velo, pero mamá nos deja claro que nunca nos obligará a nada. Es nuestra decisión.
  • La mudanza nos ha arrebatado toda la alegría de la vida. Estamos más lejos de nuestros amigos y más c cerca de los enfrentamientos. De repente, la vida parece más fría.
  • Todos los amigos de Sara se están yendo, al Líbano, a Turquía e incluso a Europa.
  • Admitir que los enfrentamientos no van a terminar pronto, que un futuro sin guerra solo es posible sin abandonamos el país, parece una derrota.
  • La guerra, las muertes y los morteros. Todo se ha convertido en algo normal.
  • Ahora, cuando oigo los bombardeos de la artillería, aguanto la respiración durante cinco segundos y luego continúo con lo que estoy haciendo. Solo reparo en ello cuando dejan de disparar. Cuando los aviones dejan de volar por encima de mi cabeza.
  • Algunas noches, los cortes de electricidad sumen a zonas enteras de Damasco en largas horas de oscuridad. En algunos lugares la energía se raciona, de forma que solo disponen de ella de cuatro a seis horas al día. Algunos damascenos combaten los apagones con grandes baterías de coche o, si se lo pueden permitir, con un generador diésel. Nos vamos acostumbrando hasta que también eso se convierte en una parte de nuestro día a día.
  • La muerte es aleatoria y siempre está presente. Cae sobre la calle desde el cielo, en medio del tráfico, a pleno día y sin avisar, y luego nos recomponemos en un santiamén y seguimos con lo nuestro.
  • En el fondo sabemos que en esta ciudad ya no estoy a salvo en ningún sitio. Podrían matarme con la misma facilidad en la piscina que fuera, en la calle, o en casa, en mi cama. Conocemos a mucha gente que ha muerto en su casa, por un incendio, una bomba o un pedacito perdido de metralla.
  • Miro al techo y descubro un agujero rodeado de escombros que muestra una motita de cielo abierto. Bajo la vista hacia el agua. Allí, brillando al fondo de la piscina, hay un objeto delgado y verde de un metro de largo, con una cabeza que se estrecha hasta acabar en punta. Es una granada RPG propulsada por un lanzacohetes. No ha estallado. Me quedo mirando la bomba fijamente, incapaz de despegar mis ojos de ella. Unos pocos metros más allá en cualquier dirección y habría impactado sobre los azulejos, matando a todo el mundo en un radio de diez metros. Tardo unos segundos en asimilarlo. Tengo suerte de seguir con vida. Otra vez.
  • Uno a uno, amigos y vecinos se van marchando. Hermanos, grupos de amigos y familias enteras desaparecen. La mayoría ponen rumbo al Líbano o a Turquía y se quedan allí cuando expiran sus visados de turistas, y otros terminan en Europa. La mayoría de los chicos de mi edad están planeando su marcha o ya se han ido.
  • ¿Tú tambien irías? Mi respuesta me sorprende incluso a mí. Sí, me iría. Para escapar de la muerte que cae del cielo, para volver a tener un futuro. Para tener un lugar donde poder nadar en paz, o simplemente un lugar donde alguien como yo pueda continuar nadando. Soy nadadora. Se lo voy a demostrar a todos. Y solo podré hacerlo si me marcho de Siria.
  • Me sorprende lo decidida que estoy de repente a dejar Damasco, a dejar Siria. A abandonar mi hogar. ¿Cómo he llegado a esto? Los cuatro años de guerra se suceden ante mis ojos. Me quedaría si todo terminase mañana.
  • Los nadadores siguen desapareciendo, y cada vez me quedan menos amigos en la piscina. Casi nunca se despiden. Simplemente, de pronto veo en Facebook que están en Turquía, en Francia, o en Alemania.
  • Una sensación de aventura, de posibilidades infinitas, me colma el pecho. No tengo ni idea de lo que implica el viaje.
  • Tengo que llegar a Alemania antes de cumplir los dieciocho el próximo año si queremos solicitar la reagrupación familiar.
  • Majed conoce bien el plan. Ha encontrado una página web llena de consejos para el viaje que han publicado otros que ya están de camino. La parte peligrosa del viaje empezará en Turquía, donde contactaremos con los traficantes de personas para conseguir una embarcación con la que llegar a una de las islas griegas. Una vez en Grecia ya habremos entrado en Europa. Entonces recorreremos los dos mil quinientas kilómetros que nos separarán de Alemania en autobús, coche o tren. Estoy dispuesta a llegar hasta allí caminando si es necesario.
  • Pasamos todas las tardes de nuestra última semana con nuestros amigos para despedirnos. Sabemos que es para siempre. Todos damos por hecho que nunca nos volveremos a ver o, al menos, no durante muchos años.
  • Descargamos una aplicación de rastreo para nuestros móviles que envía una señal GPS aunque estén apagados. De ese modo, mamá y papá podrán saber en todo momento dónde estamos. Hacemos un grupos de WhatsApp con nuestros parientes más cercanos, para que puedan contactar con nosotras fácilmente.
  • Las humillaciones empiezan en cuanto abandonamos el espacio aéreo sirio. Mientras esperamos en Beirut durante la escala hacia Estambul, no encontramos ningún lugar donde comer o sentarnos. Nos acomodamos en el suelo y aguantamos las miradas de desprecio de los libaneses. Nos miran como si no tuviésemos ropa, dinero ni hogar. Nos hacen sentirnos como la escoria del mundo árabe.
  • Ambas estamos demasiado asombradas como para hablar; nos sentimos demasiado humilladas como para enojarnos.
  • Nos explica que tenemos dos posibilidades. Podemos cruzar a Europa por mar o caminando, que es la forma más barata. Tendríamos que pagar a un traficante de personas para que nos llevase al norte, a la frontera entre Turquía y Bulgaria, por carretera. Desde allí tendríamos que continuar a pie y caminar durante unos días hasta llegar a Bulgaria. Sin embargo, la frontera no es segura. Los búlgaros están construyendo una valla gigantesca. Tendríamos que rodearla a través de las montañas. La policía búlgara patrulla los caminos día y noche. La gente dice que pegan a cualquiera que atrapen: mujeres, niños, inválidos … Se rumorea que rompen brazos e incluso piernas y que dejan a la gente tirada en el bosque para que vuelvan arrastrándose hasta la civilización.
  • Nos han lelgado historias sobre chalecos falsos rellenos de papel que arrastran a la gente hacia el fondo cuando se mojan.
  • Es fácil comprender por qué tantos sirios han terminado en Turquía. En primer lugar, es la vía de escape más sencilla. Turquía solo garantiza a los sirios una protección temporal y no se les permite trabajar. Aquellos que lo hacen de manera ilegal son a menudo explotados y suelen estar mal pagados.
  • Muchos de mis compatriotas que viven en Turquía huyeron al principio del conflicto y pensaron que solo estarían fuera unas semanas. Cuatro años más tarde, muchos de ellos se encuentran con que deben plantearse qué hacer con su futuro. Quizá se les esté acabando el dinero, puede que no les quede nada de los ahorros que tenían. Nadie quiere depender de la caridad para siempre.
  • Ahmad anuncia abruptamente que él prefiere ir hacia la frontera con Bulgaria. Le da demasiado miedo meterse en el mar en un bote inflable y dice que prefiere probar suerte caminando entre las montañas. Mucho después, al llegar a Alemania, nos enteramos de que no le dejaron cruzar la frontera con Bulgaria y acabó de nuevo en Siria.
  • Tendremos que llevar nuestros propios chalecos salvavidas. Es obligatorio: si no hay chaleco, no habrá autobús, ni embarcación, ni Europa.
  • Nunca sabremos mucho de ese hombre, ni siquiera su nombre verdadero.
  • Una flota de seis autocares desvencijados se acerca pesadamente por la plaza. Aparcan uno tras otro junto a la multitud. Nos empujan hacia el autobús como si fuésemos ganado. Dentro está oscuro, hace calor y huele a moho, como a moqueta vieja. Todas las ventanas están cerradas y las cortinas corridas para taparlas. Han dicho que nada de paradas, ni para ir al baño, ni para beber, ni comer, ni nada. Vamos directos.
  • Quizá ya hayamos llegado, aunque no tenemos forma de saberlo. Por primera vez soy consciente del escaso control que tenemos sobre lo que está sucediendo.
  • Solo ha pasado una semana desde que le di a mamá un beso de despedida en Damasco. Me pregunto qué diría si supiese que estamos durmiendo a la intemperie en un bosque, sin comida, a merced de unos criminales.
  • entrada original: https://raulbarraltamayo.wordpress.com/2020/12/08/mariposa-de-yusra-mardini
  • La suya es solo una de las cientos de bandas de traficantes de personas que copan este estrecho de la costa egea turca. Los traficantes se están forrando. Entre todos, cada día mandan a cientos de personas a Grecia en pequeñas barcas hinchables. Unos cientos de metros más allá, en la costa, hay otro campamento, en este caso controlado por unos traficantes afganos.
  • Ambas bandas pactan entre ellas y hacen turnos para enviar las embarcaciones, tras esperar a que el mar esté en calma y que no haya rastro de la guardia costera turca. Tampoco es que la policía les preocupe demasiado. A veces se producen algunas detenciones, pero en esta parte de la costa hay demasiados buenos escondites y no es posible detener a los traficantes durante mucho tiempo.
  • Me muero de hambre. Lo único que he comido desde que salimos de Estambul son dos chocolatinas Snickers. Le pregunto a Majed si nos queda algo de comer, pero frunce el ceño y niega con la cabeza.
  • El chocolate era una solución a corto plazo: la idea era que nos sintiésemos llenos sin necesidad de ir al baño, ya que no había sitio adonde ir. Miro con el ceño fruncido la botella medio vacía que tengo en los pies. El agua también está a punto de acabarse.
  • Nabih parece exhausto. Ha tenido que caminar más de unja hora para llegar a la tienda y, una vez allí, se ha encontrado con que solo era una gasolinea. La buena noticia es que ha conseguido cargar el móvil de Majed.
  • Todo el mundo dice que Hungría será la peor parte del viaje, después de cruzar el mar. Las fronteras están muy vigiladas y quizá tengamos que pagar a otro traficante de personas para que nos ayude a cruzar. Además, muchos húngaros temen a los musulmanes.
  • Me uno a Mama y a las demás mujeres, que se acuestan todas juntas. Los hombres forman un círculo a nuestro alrededor.
  • Entra en la tienda y nos comunica que ya tienen un bote listo. Debemos decidir entre nosotros quién irá primero.
  • Se suceden unos minutos de caos mientras el grupo recoge algunas de sus pertenencias y decide qué debe abandonar en el bosque. Cada uno de ellos deja un montón de ropa bajo los árboles y coge solo una bolsa de plástico con los objetos de valor.
  • Malas noticias. Vuestro bote se ha roto. Se me cae el alma a los pies. Hoy tampoco podremos cruzar, y eso quiere decir que pasaremos otra noche en este bosque, a la intemperie. Tendremos que esperar a que encuentren uno de repuesto, y nadie sabe decirnos cuánto tardarán.
  • El traficante nos cuenta que se han peleado con los afganos que están en la misma costa. Cree que fueron ellos quienes rajaron nuestro bote. Los miembros de la otra banda están furiosos; dicen que el grupo se ha saltado las reglas al mandar demasiadas embarcaciones al mismo tiempo.
  • Una ráfaga de miedo y emoción se instala en mi estómago vacío. Ya esa, nos vamos. ¡Dejadlo todo aquí! No hay sitio para mochilas. Solo tengo lo que llevo puesto y la bolsa con los objetos de valor.
  • De cerca, tiene un tamaño ridículo. Tendrá unos cuatro metros de largo y parece un juguete para turistas. No hay asientos en medio, solo un fondo llano. No hay tiempo de preguntarse cómo vamos a caber todos.
  • Cuando llevamos quince minutos en mar abierto, el motor se atasca y deja de funcionar. Nuestra velocidad disminuye y la proa del bote se hunde en el agua. Los rezos se acallan y todo el mundo se queda mudo.
  • Arrojamos las mochilas y los zapatos al mar. Intentamos achicar agua con las manos, pero no sirve de nada. Cada vez nos hundimos detrás de una ola entra más y más agua. Sin el motor, no cabe duda de que vamos a naufragar.
  • El afgano sigue tirando de la cuerda del motor. Cada vez que tira unas cuantas veces el motor resopla, pero no acaba de arrancar.
  • Nadar en estas condiciones es cmo carecer de memoria muscular, como si fuese la primera vez que nado en mi vida. Somos nadadoras, pero con estas olas no es posible mover la embarcación con unas simples brazadas. Sin el motor no podemos avanzar.
  • Ahiram mira su móvil. Tiene cobertura. Basem se mete la mano en el bolsillo y le pasa un pedazo de papel. El primero teclea el número de la guardia costera griega y se lleva el teléfono a la oreja. Espera. Se hace un silencio mientras Aiham escucha la respuesta de su interlocutor. Los griegos nos han dicho que demos la vuelta.
  • Finalmente, llama a sus padres. No te asustes. Necesito tu ayuda. Estamos en medio del mar y nuestro bote se ha roto. ¿Puedes publicar en ese grupo de Facebook para emergencias marítimas? Ahora te mando nuestra ubicación.
  • Es un bote gris oscuro, como el nuestro, pero mucho más largo. Unas cuarenta figuras vestidas con chalecos salvavidas de color naranja chillón están apiñadas, sentadas en los laterales de cara hacia el interior de la embarcación. Pese a la carga, la larga balsa no se hunde en exceso y surca las olas arriba y abajo, enfrentándose con valentía a sus arremetidas. Gritamos más alto. Dos de las figuras que están más cerca de nosotros giran sus cabezas, señalan nuestro bote y gritan algo al conductor, pero no cambian de rumbo. Su embarcación sigue navegando, surcando las olas. Tras unos momentos de agonía desaparace por completo. Volvemos a estar solos.
  • Estoy perpleja. Había sitio para nosotros, ¿cómo es posible que nos hayan abandonado en el mar? La conmoción se transforma en ira, en una rabia cálida que me invade las entrañas.
  • Podría rodear el bote e ir a por Sara, podríamos perdernos juntas entre las olas y abandonar a los demás a su suerte. Yo no tengo la culpa de que no sepan nadar. Pero, ¿cómo podría seguir viviendo después de eso?
  • ¿Qué hacemos aquí, enfrentándonos al mar embravecido en un juguetito endeble? ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cuándo empezaron nuestras vidas a valer tan poco? ¿Era esta la única salida, la única forma de escapar de las bombas?
  • Lo hemos conseguido. Se acabó. Sin embargo, la felicidad apenas dura unos segundos. De inmediato pienso en la siguiente tanda de problemas urgentes. Necesito beber, comer y dormir.
  • Hace tres horas y media que nos adentramos entre las olas, pero me siento como si hubiesen pasado diez.
  • ¿Qué clase de ser humano se niega a vender agua a una chica a la que la corriente acaba de arrastrar hasta la orilla, frente a su restaurante?
  • No somos los únicos recién llegados. Durante años, los isleños han visto cómo un torrente constante de sirios y personas de otros lugares llegaban en embarcaciones ilegales desde Turquía. Sin embargo, este verano es diferente: nadie esperaba a tantos de nosotros. Lesbos no es una comunidad acaudalada, pero los lugareños son generosos. Los pescadores dirigen sus barcos a alta mar para misiones de rescate improvisadas y otros donan comida, medicinas y ropa, e incluso abren la puerta de sus casas a aquellos que necesitan cobijo.
  • Majed busca el pueblo en el mapa. Tendremos que caminar tres horas para llegar. Se me cae el alma a los pies y me ruge el estómago. Me duele todo, me muero de hambre y todavía sigo cubierta de la sal del mar, pero no tengo elección. Debemos movernos.
  • A la cabeza de la multitud hay un voluntario. ¡Familiar primero! El voluntario señala a Mustafá. ¿Dónde está la madre de este niño? Sara no se lo piensa dos veces y levanta la mano. Soy yo. Esta es mi hermana. Y estos, mis primos. El voluntario nos pone un sello en el dorso de la mano mientras subimos a bordo.
  • En la Unión Europea hay un acuerdo que dicta que debemos pedir asilo en el primer país en el que entramos. Ahora nadie manda a quienes solicitan asilo de vuelta a Grecia, porque el país está atestado de gente.
  • Solo podremos comprar pasajes para el ferry nocturno hacia Grecia continental una vez tengamos los papeles.
  • Parece que dormir al raso es la única opción en esta isla atestada de gente.
  • Anoche vimos una publicación en Facebook sobre vuestro bote (le comenta Zahed a Muhanad). Llamamos a la policía griega para que fuese a por vosotros. Pero cuando vimos que no llegabais … Bueno, nos temimos lo peor.
  • Ninguno está preparado aún para hablar sobre la travesía.
  • Hemos pasado muy poco tiempo juntos, pero es evidente que para estas personas somos como de la familia.
  • Prefiero viajar en un grupo más grande, es mucho más seguro.
  • Llegamos a El Pireo, un gran puerto industrial cercano a Atenas. No nos detenemos; seguimos a la muchedumbre, que camina junto a la maquinaria oxidada que hay a lo largo del muelle. No tardamos mucho en encontrar un grupo de traficantes a la caza del negocio.
  • El traficante se echa a reír. Todo el mundo se dirige al norte, a Alemania o a Suecia. El hombre dice que el siguiente autobús parte a medianoche, pero que solo nos llevará hasta la siguiente frontera. Desde allí tendremos que cruzar a pie a Macedonia.
  • Los traficantes nos dejan en un lado de la carretera, junto a un hotel abandonado, justo después del amanecer.
  • Es evidente que los macedonios nos quieren fuera de su país lo antes posible. A nosotros nos parece bien, nos alegra poder movernos tan deprisa.
  • Los gobiernos de Serbia y Macedonia no quieren que nos quedemos aquí, así que nos llevan hacia el norte y el oeste lo más rápido que pueden, hacia los países europeos más ricos. A Alemania, Suiza y Francia.
  • Nos adentramos en la ciudad para buscar una habitación. Uno tras otro, los empleados de los hoteles se niegan a atender a clientes con pasaporte sirio.
  • Cuando encontramos un hotel en el que no nos piden la documentación, las calles parecen más inseguras que antes. Pagamos el doble de lo que vale, pero me siento tan aliviada de haber encontrado alojamiento que apenas reparo en el precio. Casi había olvidado lo que era dormir profunda y plácidamente en una cama.
  • Hay cientos de personas sentadas a nuestro alrededor, grupos de hombres jóvenes, familias con abuelos y niños muy pequeños. Duermen, comen, esperan y planean su siguiente paso. Los traficantes pululan por el borde del parque, al acecho. Todo el mundo habla sobre cuál es la mejor manera de cruzar a Hungría.
  • La policía húngara es diferente de las que nos hemos encontrado hasta ahora. Si nos descubren en la frontera, lo mejor que nos puede pasar es que nos devuelvan a Serbia, auque también pueden detenernos y encerrarnos en una prisión. Si eso pasa antes de que lleguemos a Alemania, la política europea de asilo estipula que podrían devolvernos aquí. Es complicado y no estamos seguros de cuál es la situación legal. Lo único que sabemos es que debemos evitar a la policía por todos los medios.
  • Mi cuñado Alí dice que cuando crucemos a Hungría tenemos que parecer europeos. Allí tienen miedo de los musulmanes, ¿recuerdas? No podemos llamar la atención, y eso significa que nada de hiyab. Nos tendremos que tapar la cabeza con sombreros.
  • Se han ofrecido a llevarnos hasta un hotel, el Berlín, donde dicen que podremos contactar con otro traficante que nos lleve hasta Alemania. No será barato: quinientos euros por persona. Es un precio escandaloso por los doscientos kilómetros que nos separan de la capital húngara, pero nos da igual. Daríamos cualquier cosa por salir de esta zanja.
  • Entrad. ¿Nos vas a llevar al hotel Berlín? Hotel Berlín. Sí. Quinientos. Pero ya le hemos pagado al otro hombre. Quinientos. Cada uno. Aquí no podemos parar un taxi, y no me gusta la idea de caminar por la carretera principal. Nos arrestarían. Nuestra única opción es volver a pagar.
  • Desde aquí solo hay cinco horas por carretera hasta Alemania, cruzando Austria, pero tendremos que pasar por dos fronteras. Primero hay que sortear a la policía húngara para entrar a Austria, y para eso necesitamos traficantes.
  • Nos cuenta que hace tres días la policía encontró un camión a un lado de la carretera, justo después de la frontera con Austria. Dentro había setenta y un cadáveres, todos sirios: las víctimas se habían asfixiado. El conductor huyó y dejó los cuerpos allí para que se pudrieran. Tardaron una semana en encontrarlos. Siento náuseas al asimilar la noticia, y me estremezco al darme cuenta de lo vulnerables que somos.
  • Apenas una semana después, unos voluntarios húngaros, gracias un soplo, rescatan a cien sirios del hotel Berlín. A todos los habían llevado allí los traficantes y les habían cobrado pequeñas fortunas por mantenerlos prisioneros, esperando indefinidamente los coches que los llevarían a Alemania y que nunca llegaron.
  • La gente lleva días esperando aquí, algunos de ellos más de una semana. No hay traficantes, así que todo el mundo aguarda para subir a un tren. Los convoyes internacionales salen de aquí y cruzan la frontera con Austria, pero las autoridades húngaras han cerrado la estación para aquellos que no tienen visado, según ellos, respetando las leyes europeas. No se puede pasar, es un callejón sin salida.
  • Llevamos casi tres semanas de viaje. ¿Cuánto más vamos a tardar?
  • Refugiado. Supongo que es un nombre que nunca pierdes una vez que te lo han puesto.
  • Ninguno de nosotros quiere tomar un tren si eso significa morir aplastados en el proceso, así que decidimos esperar hasta que esté más tranquilo. Además, quizá sea la opción más segura. Si dejamos que este tren se marche primero, podremos comprobar si de verdad cruza la frontera. Después de todo, podría ser una trampa, un truco para despejar la estación, sacar a todo el mundo de las calles y confinarlos en un campo de refugiados. Si eso pasase, nos quedaríamos atrapados en Hungría para siempre o nos deportarían. Hemos oído rumores. Aquí nadie confía en las autoridades. Es mejor esperar y ver qué sucede.
  • Esa noche, vamos al Burger King en cuanto oscurece y aprovechamos para publicar selfies en Instagram y charlar por internet con nuestros amigos de Siria.
  • Zaher nos dice que teníamos razón al desconfiar del tren de ayer: no llegó a Austria. La policía lo detuvo pro el camino y envió a prisión a todos los pasajeros sin un visado válido.
  • Todavía no hay trenes que crucen a Austria. El único modo es intentar encontrar a otro traficante, alguien en quien podamos confiar.
  • No podemos permitirnos seguir gastando cientos de euros en billetes de tren que no sirven para nada, con la esperanza de poder coger uno.
  • Pasamos la tarde probando suerte con los contactos de Mowgli, el traficante. Quedamos con tres diferentes, dos húngaros y uno marroquí, pero ninguno se presenta.
  • Cuento: seis días. Solo hemos estado seis días en Hungría. Me han parecido meses.
  • Nos susurra que ha sido la chica rubia, que ha llamado a la policía y le ha dicho dónde estábamos sentados. La chica le ha confesado a Magdalena que pensaba que éramos mala gente, terroristas que iban a poner una bomba en el tren.
  • Esta mañana estábamos comiendo hamburguesas en un Burger King. Anoche dormimos en un hotel caro. Hoy dormimos en un establo y nos lanzan bocadillos que no se comería ni un perro. Y maána ¿quién sabe? Así es la vida.
  • Filas de modernos autocares se alinean en la entrada de cemento. Los ha enviado el gobierno austríaco para llevarnos a Viena.
  • Bajo del autocar y miro a mi alrededor. Tardo unos instantes en comprender lo que estoy viendo. Una multitud de gente rodea la entrada de la principal estación de tren de Viena. Sonríen, aplauden y nos vitorean. Estas personas quieren ayudarnos. Han venido hasta aquí para darnos la bienvenida a su país.
  • En el piso hacemos turnos para ducharnos. Me pongo la ropa nueva y tiro la vieja a la basura. Luego escribo a mamá y papá para decirles que estamos a salvo y aliviadas de haber salido de Hungría.
  • Me pregunta qué he aprendido durante el viaje. Esa es fácil: he aprendido perspectiva. En Siria malgastaba el tiempo preocupándome por tonterías, y ahora sé lo que son los verdaderos problemas. Se me han abierto los ojos.
  • Pasan varias horas hasta que cruzamos la frontera con Alemania. Los gritos de celebración de los otros vagones me indican en qué momento sucede. Siento mariposas en el estómago: no parece real. Lo hemos conseguido; estamos aquí. Ahora ya no importa que la policía nos atrape; estamos en el país adecuado. Solo tenemos que pedir asilo.
  • ¿Para qué necesitáis dinero, si ya habéis llegado? Para ropa, papá. Y para comida y transporte, ya sabes. Me he gastado diez mil dólares en mandaros a Alemania. No sé cómo os las habéis arreglado para gastar tanto. Tendréis que vivir con lo que os den.
  • Hay muchas ideas equivocadas respecto al dinero. Para algunas personas es difícil aceptarlo, pero cualquiera que haya conseguido llegar a Europa debía vivir razonablemente bien en su país. Todas las personas que conozco que han viajado desde Siria han gastado al menos tres mil dólares. Muchos de ellos lo vendieron todo para llegar tan lejos. Somos los afortunados, los que tenían dinero suficiente para escapar. Aquellos que no tienen ahorros o nada que vender terminan en campos de refugiados en Jordania, el Líbano o Turquía.
  • Cuando llegamos, el dinero se termina y no nos queda otra opción que depender de la caridad. Me siento agradecida por la generosidad de los alemanes, que nos tratan como a seres humanos y quieren ayudarnos, pero es difícil no sentirse mal al tener que aceptar donaciones de los demás.
  • Una de las voluntarias no se podía creer que yo fuese una refugiada porque tengo móvil, me arreglo el pelo y llevo joyas. Ha dicho que no sabía que en Siria tuviésemos ordenadores. Como si todos viviésemos en el desierto, o algo así. Me he visto obligada a explicarle que antes teníamos una vida normal.
  • Los últimos días, semanas y años han sido tan dramáticos que tardo un tiempo en entender que se han terminado de verdad. Estoy a salvo. No van a caer bombas en la calle, ni van a atravesar el techo. No he de esconderme de la policía, dormir a la intemperie entre una multitud de desconocidos o lidiar con bandas criminales para cruzar fronteras a escondidas.
  • A media que la sensación de urgencia disminuye, empiezo a darme cuenta del precio que he pagado por mi recién encontrada seguridad. He perdido mi hogar, mi país, mi cultura, a mis amigos. He perdido mi vida.
  • Echando la vista atrás, hay partes del viaje que parecen realmente divertidas. No fue tan malo. Hicimos muchos amigos por el camino.
  • En Siria nunca dábamos nada directamente a los demás. Lo donábamos a una organización y ellos se aseguraban de que llegase a la gente que lo necesitaba y, de ese modo, nadie se sentía como si lo mirasen pro encima del hombro.
  • Para los demás es difícil entender que podamos reírnos de todo lo que nos ha sucedido. No es que no nos improte, lo que ocurre es que es más fácil reír que llorar. Si lloro, lo haré sola, pero si reímos podemos hacerlo juntos.
  • Supongo que nadie sabe lo fuerte que puede llegar a ser hasta que le tocar lidiar con la tragedia.
  • Lo admito, soy una refugiada. Pero los refugiados no son mi equipo, ¿no? Esa palabra no me define, ¿no? Soy siria. Soy nadadora. No voy a competir en un equipo de refugiados. Es … Bueno, es un poco insultante.
  • Me siento verdaderamente feliz por primera vez en semanas. Mi familia está aquí. Estamos todos a salvo. Puedo nadar, y papá va a ayudarme a mejorar.
  • Estoy mirando Facebook. Ahí, en mi muro, veo un post: «RIP Alaa». Siento una oleada de náuseas. No. Es una broma. Tiene que ser algún tipo de broma de mal g usto. Sigo bajando por mi muro. Otro post: «RIP Alaa». Sigo bajando. Un tercer post. Esta vez es la prima de Alaa.
  • Pere Miró nos habla de los planes del COI. Van a formar un equipo olímpico real, igual que los demás, con fisioterapeutas, médicos, equipo de prensa y capitanes. Es evidente que en el COI todos están muy emocionados con el proyecto.
  • Me pregunto qué pasaría si les contara la verdad. Si confesara lo que se siente al ser reducida a esa palabra, si les intentase explicar lo que significa para aquellos que nos vemos obligados a llevarla como un nombre. Refugiada. Una cáscara vacía, apenas humana. Sin dinero, sin hogar, sin pasado ni historia, sin personalidad, ambición, camino a seguir ni pasión. Nuestro pasado, presente y futuro, todo borrado y reemplazado por una única y devastadora palabra.
  • Por primera vez me doy cuenta de que, digas lo que digas, los periodistas consiguen la historia que quieren.
  • No es justo. Yo estoy a salvo mientras ellos se mueren de hambre en las ruinas bombardeadas de sus ciudades, sin comida ni electricidad. Me siento impotente. Sven me habla de la culpa del superviviente y se ofrece de nuevo a llevarme a un psicólogo, pero ese no es mie stilo.
  • Ahora entiendo que no necesito alcanzar marcas imposibles, solo he de contar mi historia, difundir mi mensaje.
  • He llegado a odiar la historia del bote. Siempre con el bote; a menudo es la primera pregunta. Para mí es un misterio por qué todos los periodistas están tan emocionados por volverla a escuchar.
  • Nadie elige ser refugiado. Somos seres humanos, igual que todos los demás, y nosotros también podemos conseguir grandes cosas.
  • Quiero ayudar a cambiar la percepción que tiene la gente sobre lo que es un refugiado, a que todo el mundo entienda que huir de tu hogar no es una elección, y que los refugiados somos personas normales que podemos conseguir grandes cosas si se nos da la oportunidad.
  • Me resultó difícil no sentir odio por la gente de allí (Hungría) y por el lugar en sí mismo.
  • Atleta olímpica o no, mientras no pueda volver a mi hogar, seguiré llevando esa otra etiqueta, ese otro nombre: refugiada. Después de Río, aprendí a aceptar esa palabra. Ya no me parece un insulto. Solo es un nombre para personas normales y corrientes que se vieron obligadas a huir de su país, como mi familia y yo.
  • Para mí, volver no es una opción hasta que la guerra termine. Algunos se sintieron tan desgraciados aquí que prefirieron volver y enfrentarse a los riesgos de nuestro hogar, de Siria. Sin embargo, la mayoría de ellos siguen aquí, trabajando duro para que todo vaya lo mejor posible.
  • La historia del bote nos persigue allá donde vamos.

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raul

8 respuestas to “Mariposa de Yusra Mardini – Apuntes”

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